Tras una gestión de gobierno de Jair Bolsonaro que ubicó a Brasil en el extremo derecho en términos ideológicos, con grandes retrocesos institucionales, sociales y económicos, el regreso al poder de Luiz Inácio Lula da Silva, después de la anulación de las condenas judiciales y de haber recuperado sus derechos políticos, el ex-líder sindical está intentando tender puentes con la centroderecha, como ya lo hizo en el pasado, y ofrecer un mensaje de esperanza y reconciliación nacional para capitalizar el rechazo generalizado al gobierno de Bolsonaro.
La historia reciente de Brasil puede resumirse en tres portadas del semanario británico The Economist, variaciones sobre uno de los símbolos más icónicos del país, la estatua del Cristo Redentor, erigida en la década de 1920 en las colinas que dominan Río de Janeiro. La primera, publicada en 2009, muestra la estatua del Cristo transformada en un cohete, impulsándose hacia los cielos, bajo el título «Brasil despega». En la segunda, de 2013, la estatua del cohete está en picada, fuera de control, y la revista se pregunta: «¿Brasil lo ha echado a perder?». Por último, en la tercera portada, que apareció en junio de 2021, la estatua está inmóvil, posiblemente en coma, con una máscara conectada a un tanque de oxígeno, una referencia directa a la desastrosa gestión del país de la pandemia de covid-19. El diagnóstico es inequívoco: «La década funesta de Brasil».
Todo ha ido mal –muy mal– en los últimos diez años. Y a pocos meses de las elecciones presidenciales de octubre de 2022, todas las encuestas indican que la mayoría de los brasileños parecen inclinarse por volver a confiar la tarea de dirigir el país a Luiz Inácio Lula da Silva, presidente entre 2003 y 2011, en la que, en retrospectiva, ahora parece haber sido casi una época dorada.
Durante sus ocho años de presidencia, Lula consiguió cuadrar el círculo de conciliar crecimiento económico y aumento del gasto social y de la inversión pública en sectores críticos de la economía, manteniendo una política monetaria austera, reembolsando las deudas del país con el Fondo Monetario Internacional (fmi) y acumulando 288.500 millones de dólares de reservas internacionales . El boom del precio de las materias primas y de las exportaciones a China fue fundamental para esto. Al mismo tiempo, el descubrimiento de enormes yacimientos de petróleo en aguas profundas por parte de Petrobrás, el gigante estatal del gas y el petróleo, consolidó a Brasil como superpotencia energética. Del lado de las inversiones sociales, el programa Bolsa Família –una asignación mensual en efectivo pagada a millones de familias pobres a cambio de ciertas condiciones, como que los niños menores de 16 años fueran vacunados y asistieran a la escuela– sacó a 40 millones de brasileños de la pobreza extrema. El aumento del salario mínimo por parte del gobierno convirtió a decenas de millones más en consumidores de clase media-baja, impulsando el mercado interno y, en consecuencia, las inversiones internacionales y los beneficios de las empresas, tal como ilustra la primera de las portadas de The Economist.
Empero, aunque tenía capacidad política para hacerlo, en especial durante su segundo mandato, el gobierno de Lula da Silva no promovió ninguna reforma real de las estructuras de poder del país. La vida de los más pobres mejoró en forma considerable, pero las desigualdades sociales permanecieron intactas. El sistema fiscal ha continuado siendo extremadamente generoso con los multimillonarios y las empresas (por ejemplo, con la exención de impuestos sobre los dividendos), mientras que penaliza a la clase media y a los más pobres, que pagan elevados impuestos directos e indirectos (la presión fiscal en Brasil equivale a 32% del pib) y reciben a cambio servicios públicos de baja calidad.
Por su parte, la reforma política quedó en el cajón, lo que permitió la proliferación de una miríada de «partidos» con representación parlamentaria, que negocian incansablemente el apoyo al gobierno de turno a cambio de puestos y modificaciones presupuestarias para favorecer a su clientela local. Además, durante los gobiernos de Lula da Silva no se tomó ninguna medida para reducir la influencia de los grandes grupos de medios privados –encabezados por la cadena de televisión Red Globo– que tienen prácticamente el monopolio de la audiencia. Tampoco se hizo nada para castigar a los responsables de los crímenes de la dictadura militar (1964-1985) ni para democratizar las Fuerzas Armadas.
Por otro lado, el gobierno de Lula da Silva introdujo cuotas raciales para la admisión en la universidad, lo que por primera vez dio a millones de jóvenes negros y mestizos la oportunidad de acceder a la educación superior. Reguló a su vez el trabajo de las empleadas domésticas, proporcionándoles asistencia social y salarios más altos, lo que provocó una furiosa reacción de las elites ricas y de parte de la clase media. Pero otras reivindicaciones históricas de los movimientos sociales de Brasil fueron olvidadas o diluidas. La lucha por la tierra es un ejemplo emblemático. Aunque el gobierno de Lula garantizó una importante financiación para la pequeña agricultura familiar, también proporcionó un apoyo extraordinario al gran agronegocio. La reforma agraria siguió siendo una promesa, con solo un ligero aumento en el número de títulos transferidos a los trabajadores sin tierra en comparación con el gobierno anterior del presidente socialdemócrata Fernando Henrique Cardoso (1995-2003).
En particular, la base de la política macroeconómica siguió siendo esencialmente la misma que la del gobierno de Cardoso, el llamado «trípode»: cambio flotante (sin intervención del Banco Central), superávit primario (gasto público inferior a los ingresos fiscales, para garantizar el pago de la deuda pública) y objetivos de inflación (tasas de interés, notoriamente altas, utilizadas como freno al aumento de los precios, lo que asegura enormes beneficios para los tenedores de títulos de la deuda pública). Para dirigir el Banco Central, Da Silva nombró a un banquero con impecables credenciales neoliberales y larga carrera en Estados Unidos, Henrique Meirelles, y lo mantuvo allí durante ocho años. Justo antes de entrar en el equipo económico, Meirelles había sido elegido diputado por el Partido de la Social Democracia Brasileña (psdb, el partido de Cardoso, que pese a su nombre es una fuerza de centroderecha).
Desde el punto de vista político, los dos mandatos lulistas modificaron profundamente la base social de su electorado. El primer momento de ruptura fue el escándalo del mensalão en 2005, cuando salió a la luz que el Partido de los Trabajadores (pt) había recibido fondos no declarados para la campaña electoral de 2002, que luego fueron parcialmente redistribuidos entre partidos aliados. Se trataba de una práctica ilegal pero común y tradicionalmente tolerada en Brasil, que sin embargo destrozó para siempre la imagen cuidadosamente elaborada del pt como baluarte ético y clara alternativa a las prácticas clientelistas de la «vieja» política brasileña. Desde las elecciones presidenciales de 2006, el pt perdió cada vez más el apoyo de su base tradicional de clase trabajadora y media, mientras que atrajo a más votantes pobres de las zonas económicamente más atrasadas del país, en especial en el noreste, que fueron los más beneficiados por las políticas sociales.
Es este cambio en el electorado lo que el politólogo brasileño André Singer, portavoz y secretario de prensa de Lula hasta 2006, ha denominado «lulismo». El apoyo a Lula ya no se basa, como en las décadas de 1980 y 1990, en el deseo de una ruptura con el pasado o de un cambio profundo, sino en la expectativa de contar con un Estado lo suficientemente fuerte como para mejorar el nivel de vida de la población –y de los más pobres en primer lugar–, pero sin una radicalización política o una movilización de masas permanente que amenace el statu quo. El lulismo devendrá así en una forma de reformismo débil y de conciliación permanente con las elites políticas y económicas tradicionales. Al optar por apostar todas sus fichas a la actividad gubernamental y a las constantes mediaciones, el pt se ha convertido en un partido dominado fundamentalmente por los parlamentarios y administradores, y por los burócratas que controlan los votos de los afiliados en las convenciones partidarias. Los movimientos sociales y los sindicatos, que eran el núcleo de la identidad del pt y el centro de los otrora animados debates internos, se han vuelto cada vez más secundarios.
Pero nada de esto pareció importar cuando Lula da Silva terminó su segundo mandato en circunstancias envidiables para cualquier líder global: como señaló el presidente de eeuu, Barack Obama, en 2009, Lula era «el político más popular del mundo». En 2010, con un índice de popularidad superior a 80% y un aumento del pib de 7,5%, el ex-obrero metalúrgico consiguió elegir a dedo a su sucesora. A pesar de la perplejidad generalizada de los militantes y de las ambiciones personales de algunos altos cuadros del partido, el mandatario apostó sus cartas a su jefa de Gabinete, la economista Dilma Rousseff, una antigua guerrillera marxista durante la dictadura convertida en una tecnócrata pragmática y ríspida, tan desconocida por el gran público como poco querida entre sus compañeros de gobierno. Con el apoyo de Lula, Rousseff se convirtió en la primera mujer al frente de la Presidencia de Brasil.
Sin embargo, en los años siguientes, los nudos se estrecharon. Sin el carisma ni la formidable capacidad de mediación política de su mentor, el gobierno de Rousseff se tambaleó desde el primer día y fue quedando cada vez más aislado de su base social, tanto en la izquierda tradicional como en la clase baja lulista. Además, Rousseff nunca mostró verdadero interés por la política exterior, uno de los puntos fuertes de los gobiernos de su predecesor y mentor.
La primera gran sacudida para la presidenta –y para su partido– se produjo en junio de 2013, cuando estallaron enormes manifestaciones en las calles de San Pablo, Río de Janeiro y, posteriormente, en todas las grandes ciudades brasileñas. Millones de jóvenes, organizados a través de las redes sociales, protestaron por el aumento de las tarifas del transporte público, pero con la exigencia subyacente de un Estado más eficiente y presente, capaz de ofrecer a sus ciudadanos educación, sanidad y transporte de calidad. «Queremos servicios a la altura de la fifa», gritaban los manifestantes, en referencia al Mundial de Fútbol que se celebraría en Brasil al año siguiente. Conseguir que Brasil fuera sede de la Copa del Mundo en 2014 y luego de los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro en 2016 había sido un triunfo para la marca país de Lula, cuando Brasil parecía haber sido impulsado hacia el cielo. Pero ahora los símbolos y las promesas ya no eran suficientes; las manifestaciones expusieron claramente el fracaso del sistema político para absorber las frustraciones y demandas de los brasileños. La respuesta de Rousseff y del pt a las protestas fue burocrática: unas cuantas promesas vagas, sin escuchar realmente ni cambiar de rumbo. Las manifestaciones terminaron por calmarse, pero era evidente que la coyuntura estaba mutando. Con el fin del boom de las materias primas, que había permitido la expansión del consumo popular y de la inversión pública sin afectar los intereses de las elites, y con una desaceleración económica inminente, había llegado el momento de elegir quién debía pagar la factura.
Las elecciones de 2014 fueron difíciles. Varios cuadros destacados del pt habían insistido en que Lula da Silva se presentara en lugar de Rousseff. Quizá por temor a no haberse recuperado del todo de un cáncer de laringe (diagnosticado en 2011), o por otras razones que nunca aclaró, el ex-presidente prefirió que Rousseff se presentara a la reelección. Al final, fue reelegida con 51,6% de los votos, tras derrotar al candidato del psdb, Aécio Neves, por algo más de tres puntos. El segundo mandato de Rousseff tuvo un comienzo desastroso. Inmediatamente después de su victoria, la presidenta destituyó al ministro de Economía, Guido Mantega, un economista que había sido un fiel miembro del pt durante décadas, y lo sustituyó por un banquero conservador cercano a los mercados financieros, Joaquim Levy. Rousseff y su nuevo ministro de Economía promovieron un giro recesivo con la esperanza de apaciguar la creciente resistencia de las elites económicas. Los resultados fueron un fuerte aumento del desempleo, una reducción de la inversión pública y de los programas de protección social, un aumento de los tipos de interés y una caída del pib (3,5% en 2015): un verdadero «austericidio», el amargo neologismo inventado por el economista Pedro Paulo Zahluth Bastos. Y mientras que la base social y electoral del pt se sintió traicionada, el brusco cambio de rumbo de Rousseff tampoco fue suficiente para disminuir la presión de la oposición, de los grandes empresarios o de la Red Globo.
A partir de marzo de 2015, colosales manifestaciones de protesta, cubiertas y amplificadas en tiempo real por los grandes medios de comunicación, se multiplicaron por todo el país. Al darse cuenta de la creciente fragilidad política de Rousseff, Neves y sus aliados empezaron a sentar las bases para el golpe parlamentario que tendría lugar en abril de 2016, sin que hubiera una resistencia popular significativa. La justificación legal para el impeachment de la presidenta fue una pequeña manipulación contable, conocida en la jerga burocrática como «pedaleo presupuestario», que habría permitido a Rousseff ocultar la magnitud del déficit público y supuestamente la habría ayudado a ganar la reelección en 2014. Pero esto era solo un pretexto; la misma maniobra fue utilizada repetidamente por los predecesores y sucesores de Rousseff, sin que los parlamentarios o el tribunal de cuentas levantaran una ceja.
El 17 de abril de 2016, la Cámara Baja aprobó el inicio del procedimiento de destitución de Rousseff con el voto favorable de 367 de los 513 diputados. Fue un espectáculo ridículo. Entre varios discursos grotescos, un oscuro diputado de extrema derecha de Río de Janeiro, el capitán retirado del Ejército Jair Bolsonaro, en lo que fue posiblemente el punto más bajo de toda la sesión, dedicó su voto, con tono de burla y como afrenta directa a Rousseff, a Carlos Brilhante Ustra, un coronel del Ejército que durante la dictadura dirigió el doi-codi, un infame centro de tortura en San Pablo. La entonces presidenta había sido torturada en ese lugar.
Menos de un mes después, el 12 de mayo de 2016, el Senado votó la suspensión del cargo de Rousseff. Esa noche, cuando ella salió por última vez del Palacio de Planalto, el edificio presidencial diseñado por Oscar Niemeyer en Brasilia, solo había unos pocos manifestantes protestando contra el golpe en curso. Los funcionarios del equipo presidencial vaciaron sus cajones y se abrazaron, los ojos llenos de lágrimas, y luego todos se fueron a sus casas en silencio.
Uno de los artífices del golpe parlamentario se convirtió en el nuevo presidente. Se trata de Michel Temer, el vicepresidente de Rousseff. Fue Lula da Silva quien, desde 2010, lo quiso en ese puesto, con la falsa esperanza de aumentar el apoyo del gobierno en el Congreso. Para dirigir el Ministerio de Economía, Temer llamó a Henrique Meirelles, presidente del Banco Central durante los años de Lula. El nuevo ministro consiguió rápidamente que se aprobara una enmienda constitucional que limita el crecimiento del gasto hasta 2036, lo que hace casi imposibles nuevas inversiones públicas significativas.
Mientras tanto, se estaba gestando otra tormenta. A principios de 2014, un grupo de jueces y fiscales federales de Curitiba, una ciudad conservadora del sur de Brasil, había empezado a investigar una trama de blanqueo de dinero que había utilizado un lavadero de coches en Brasilia como tapadera (de ahí el nombre de «Lava Jato» dado a la investigación). Poco a poco, la investigación se amplió a las acusaciones de corrupción dentro de Petrobrás, cuyos altos ejecutivos supuestamente habían aceptado sobornos a cambio de contratos a precios inflados adjudicados a empresas de construcción. Gracias a una extensa y entusiasta cobertura mediática, el juez encargado de la investigación, Sérgio Moro, y los fiscales de Curitiba se convirtieron en héroes populares. La Red Globo y otros medios de comunicación cubrieron diariamente las «revelaciones» que los fiscales filtraron a periodistas amigos. Se empezaron a emitir órdenes de detención, se sacó a los detenidos esposados ante las cámaras y se utilizó la prisión preventiva para convencer a los testigos recalcitrantes de que cooperaran con los fiscales.
Como demostró una investigación periodística realizada por The Intercept, los fiscales del equipo del Lava Jato tuvieron reuniones y acuerdos secretos con funcionarios del Departamento de Justicia de eeuu, de los que el gobierno brasileño no fue informado mientras Rousseff estaba en el poder. Con la aprobación de los fiscales brasileños, el Departamento de Justicia negoció acuerdos con algunos testigos en las investigaciones de Petrobrás sin seguir los procedimientos determinados por el bilateral Tratado de Asistencia Legal Mutua, firmado en 2001, que habría dado a Brasil un mayor control general sobre el proceso. En junio de 2021, en Washington, un grupo de 23 diputados demócratas envió una carta con una lista de preguntas al nuevo fiscal general, Merrick Garland, y expresó su preocupación por el papel de eeuu en los procesos de la investigación del Lava Jato, que ahora, escribieron, «son percibidos por muchos en Brasil como una amenaza a la democracia y al Estado de derecho».
Además de Petrobrás, la mayor empresa constructora de Brasil, Odebrecht, se encontró en el punto de mira del equipo de la operación Lava Jato. A lo largo de los años, el gigante de la construcción había aumentado sus operaciones en todo Brasil y en otros lugares de América Latina y África, a menudo mediante el pago de sobornos. Nadie discute que la corrupción era (y es) un problema grave en Brasil: 318 de los 594 miembros del Congreso que aprobó el impeachment de Rousseff estaban ellos mismos bajo investigación o se enfrentaban a cargos. Pero pronto quedó claro que el principal objetivo del juez Moro y de los fiscales no era luchar contra las irregularidades, sino acusar al ex-presidente Lula a toda costa, y demostrar que el pt estaba en el centro de lo que el presidente del Tribunal de Cuentas de la Unión denominó cierta vez «el mayor escándalo de corrupción de la historia», una afirmación tan hiperbólica como imposible de probar. Es cierto que, bajo los gobiernos de Lula y Rousseff, Odebrecht sextuplicó su facturación anual hasta alcanzar los 46.500 millones de dólares en 2014. Pero la empresa había mantenido estrechos vínculos con todos los gobiernos brasileños desde la dictadura militar y había financiado las campañas electorales de políticos de todos los partidos.
La cacería de Lula da Silva se convirtió en una masacre judicial y mediática. A falta de pruebas concretas contra el ex-presidente, Moro lo condenó gracias a una dudosa innovación jurídica de su propia invención: el «acto oficial indeterminado». Durante una conferencia en la Universidad de Harvard en abril de 2018, el juez explicó que en los casos de corrupción de políticos y grandes empresarios no siempre es posible identificar un acto específico del agente público que caracterice el delito. Para ello, recurrió a un concepto de la película El padrino. Moro recordó que, en un momento determinado del filme, un personaje pide asistencia a Don Corleone, quien accede a ayudarlo. Al final de la escena, el hombre le pregunta al jefe mafioso qué quiere a cambio. Moro repite la respuesta de Don Corleone: «Ahora no quiero nada, pero un día, quizá un día, te pediré algo, y entonces necesitaré que me devuelvas el favor». Basándose en el método de Don Corleone, en uno de los procesos Moro condenó a Lula a 12 años de prisión, acusándolo, sin ninguna prueba, de haber recibido un apartamento de tres pisos en Guarujá, una ciudad balnearia de clase media cercana a San Pablo, como soborno por facilitar los contratos entre Petrobras y oas, otra gran constructora. La propiedad nunca perteneció a Lula, ni él ni su familia vivieron nunca allí, pero sobre la base de esta condena (que cuatro años después sería anulada por el Supremo Tribunal Federal), Moro ordenó la reclusión del ex-presidente.
Lula da Silva fue detenido el 7 de abril de 2018, seis meses antes de las elecciones presidenciales, cuando era el favorito en todas las encuestas. Quedó recluido en una celda individual de 15 metros cuadrados en la sede de la Policía Federal, en Curitiba, durante 580 días. Se trató claramente de una maniobra política para inhabilitar su candidatura, lo que acabó abriendo el camino para la elección de Bolsonaro.
Sin el apoyo de ningún gran partido y con reducido espacio en los medios de comunicación, el ex-militar ganó la segunda vuelta con 58 millones de votos (55%) frente al candidato sustituto del pt, el ex-alcalde de San Pablo Fernando Haddad, quien obtuvo 47 millones de votos (45%), es decir, 7,5 millones de votos menos que Rousseff en 2014. Millones de antiguos votantes le dieron la espalda al pt. Poco después de las elecciones, el juez Moro abandonó su toga y se convirtió en ministro de Justicia del gobierno de Bolsonaro, en lo que muchos consideraron un evidente quid pro quo. La campaña electoral de Bolsonaro se nutrió de las técnicas de Steve Bannon, el estratega de Donald Trump, con un uso masivo de la desinformación, en especial en las redes sociales. Una vez en el gobierno, el ex-capitán, quien fuera expulsado del Ejército por indisciplina en 1988, se hizo mundialmente famoso por sus furibundos ataques contra el omnipresente «comunismo», las feministas, los homosexuales, los negros, los ecologistas, los pueblos indígenas, los medios de comunicación y la Organización de las Naciones Unidas (onu); pero también por sus probados vínculos (propios y a través de sus hijos) con las milicias paramilitares de Río de Janeiro, por su constante exaltación de la dictadura militar, el elogio del uso de la tortura, sus apologías de la violencia y de las armas, y sus estrechos vínculos con las iglesias evangélicas fundamentalistas.
El gobierno de Bolsonaro estuvo marcado desde el primer día por una presencia e influencia militar sin precedentes en tiempos democráticos (su vicepresidente es un general retirado del ejército, Hamilton Mourão, y más de 6.000 oficiales ocupan cargos en todos los niveles de su administración, incluso como ministros). Una sombra de dictadura se cierne sobre el ex-capitán, ya que ha amenazado abiertamente con un golpe de Estado en varias ocasiones y ha intimidado constantemente al Tribunal Supremo, una de las pocas instituciones que se le han resistido, al menos en parte.
Algunos incidentes notables durante el mandato de Bolsonaro incluyen los 39 kilos de cocaína descubiertos a bordo del avión presidencial durante un viaje oficial a España, episodios de corrupción grandes y pequeños, encuentros cordiales y selfies con líderes de extrema derecha y autoritarios de todo el mundo (incluyendo a Trump en eeuu, Marine Le Pen en Francia, Matteo Salvini en Italia, Viktor Orbán en Hungría y Benjamin Netanyahu en Israel). El gobierno de Bolsonaro ha utilizado la diplomacia brasileña para atacar el sistema de derechos humanos de la onu y estrechar alianzas con Arabia Saudita y otros países oscurantistas para impedir acuerdos a favor de la igualdad de género. Y mientras la deforestación en la Amazonia alcanzaba niveles sin precedentes (13.000 kilómetros cuadrados de selva destruidos entre agosto de 2020 y julio de 2021), Bolsonaro se negó a asistir a la cop 26 en Glasgow en noviembre de 2021. En el lado grotesco, para la delirante aprobación de sus partidarios, entre muchos episodios, Bolsonaro ha utilizado las redes sociales para tachar de «mocosa» a la activista medioambiental Greta Thunberg, para acusar al actor Leonardo Di Caprio de «dar dinero [a las ong] para incendiar la Amazonia», y para burlarse del aspecto físico de la primera dama francesa Brigitte Macron.
Lo de Bolsonaro no es solo retórica. Su gobierno ha profundizado el modelo económico neoliberal introducido por primera vez en Brasil a principios de la década de 1990, recortando indiscriminadamente el gasto público, incluso para los servicios de educación y salud. El presupuesto del Ministerio de Ciencia y Tecnología, del que dependen todas las instituciones de investigación del país, fue recortado en 87% y en 2022 será poco más que simbólico. Por sobre todas las cosas, la gestión de la pandemia de covid-19 del gobierno de Bolsonaro ha sido literalmente catastrófica, lo que ha hecho de Brasil el segundo país con mayor número de víctimas en el mundo después de eeuu: 618.000 muertes registradas a finales de diciembre de 2021.
El impacto de la pandemia ha agravado una situación económica ya de por sí dramática, especialmente en las favelas de las grandes ciudades, donde casi la mitad de los habitantes han perdido su empleo. Los desempleados, los trabajadores ocasionales y quienes han dejado de buscar trabajo representan ahora 27 millones de personas, es decir, casi un tercio de los 90 millones que conforman la población económicamente activa, de un total de 213 millones de habitantes de Brasil. Además, hay unos 36 millones de trabajadores informales, mal pagos y sin protección social alguna. La pobreza se ha disparado y el hambre ha vuelto a ser un problema de masas, ya que la inflación acumulada en 2021 llegó a 10,41%. En junio de 2021, según datos oficiales del gobierno brasileño, había 14,7 millones de familias (unos 41,1 millones de personas, o 19% de la población) viviendo por debajo del umbral de la pobreza. Se trata de personas con una renta per cápita mensual de hasta 89 reales, o 15,6 dólares estadounidenses. Al inicio del gobierno de Bolsonaro, en enero de 2019, había 12,5 millones de familias en esta situación. En 30 meses, el número aumentó a 14,7 millones de familias: seis millones de personas más en la extrema pobreza.
En 2014, Brasil había salido del mapa mundial del hambre de la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (fao), pero con Bolsonaro ha reingresado: según un informe de la Red Brasileña de Investigación sobre Soberanía y Seguridad Alimentaria y Nutricional (Rede penssan), 43,4 millones de brasileños ya no pueden comprar suficientes alimentos; de ellos, 19 millones pasan hambre cada día. Imágenes que deberían haber quedado relegadas al pasado han resurgido: ancianos y niños rebuscando entre las sobras del supermercado; mujeres haciendo cola para comprar trozos de hueso y cartílago para cocinar. En el segundo productor (y exportador) de carne vacuna del mundo, con 10,5 millones de toneladas al año, la carne se ha convertido en un lujo inasequible para gran parte de la población. El arroz y los frijoles, alimentos básicos de Brasil, también se han encarecido mucho: sus precios se han disparado 60% y 75% respectivamente desde el inicio de la pandemia.
Brasil es el octavo productor mundial de petróleo (2,8 millones de barriles diarios), pero desde el gobierno de Temer los precios para el consumo interno están vinculados a los precios internacionales en dólares. La moneda nacional, el real, perdió 49% de su valor entre enero de 2019 y noviembre de 2021, y los precios de los combustibles y del gas para cocinar se han disparado: una bombona de gas de 13 kilos cuesta ahora más de 100 reales (15 euros), o cerca de 10% del salario mínimo, y millones de familias se ven obligadas a cocinar quemando leña y cartón. Para los accionistas de Petrobrás, esto es una buena noticia: el 29 de octubre, la empresa anunció un dividendo adicional de 560 millones de dólares. Ese mismo día, el beneficio Bolsa Família, el programa estrella de la era Lula, recibió su último pago. Fue extinguido por el gobierno de Bolsonaro, que anunció en su lugar el lanzamiento del nuevo instrumento «Auxilio Brasil». El promedio pagado en noviembre fue de 224,41 reales por familia (o 39 dólares), muy insuficiente para compensar el fuerte aumento del costo de vida. Quienes pueden se van del país. Entre 2012 y 2020, el número de brasileños que oficialmente viven en el extranjero pasó de 1.898.762 a 4.215.800, un aumento de 122%18.
En esta situación, Lula da Silva se convirtió, una vez más, en el principal candidato presidencial de cara a octubre de 2022. El ex-presidente recuperó sus derechos políticos después de que, en el transcurso de 2021, el Supremo Tribunal Federal anuló los juicios que lo condenaban, debido a las numerosas irregularidades cometidas por el ex-juez Moro y los fiscales vinculados a él. Desde entonces, todas las encuestas muestran que Lula ganaría cómodamente una segunda vuelta contra Bolsonaro o cualquiera de los demás que han anunciado candidaturas hasta ahora –incluido Moro, quien dejó el gobierno de Bolsonaro en abril de 2020 y anunció su candidatura presidencial en noviembre de 2021–.
El atractivo personal del ex-presidente es más poderoso que nunca. Esta situación está empujando al adversario habitual, la Red Globo –y también a la mayoría del resto de los medios de comunicación y a las elites empresariales y financieras– a buscar activamente una «tercera vía». Su objetivo es encontrar un candidato centrista que pueda librar al país del intolerable Bolsonaro sin llevar de nuevo al gobierno a Lula, y menos aún al pt. Con todas sus limitaciones y problemas, el pt sigue representando la fuerza más destacada de la izquierda brasileña y sigue siendo el partido más vinculado a los movimientos sociales y a los sindicatos. Pero hasta ahora, todos los nombres que se barajan como posibles alternativas a Lula han salido mal parados en las encuestas. Mientras tanto, Bolsonaro conserva una base dura de apoyo de alrededor de 30%. Es una cifra impresionante teniendo en cuenta los desastrosos resultados de su gobierno, y muestra un paralelismo con la perdurable popularidad de Trump en eeuu. Es el apoyo ideológico de un segmento del electorado orgulloso de ser conservador, cuando no de extrema derecha o abiertamente neofascista, que ignora la realidad para sellarse en una burbuja de noticias falsas difundidas a través de grupos cerrados de WhatsApp y Telegram, y a través de las redes sociales abiertas (Bolsonaro tiene alrededor de 20 millones de seguidores en Facebook, Twitter y YouTube), en las iglesias evangélicas y en las televisoras amigas. Del mismo modo que la influencia del trumpismo ha persistido en eeuu desde que Joe Biden llegó a la Casa Blanca, el bolsonarismo parece destinado a convertirse en una característica perdurable del paisaje político brasileño, independientemente de la suerte personal del presidente. Con su popularidad y credibilidad en caída libre, las amenazas golpistas de Bolsonaro parecen ahora solo retóricas. Los mandos militares no parecen interesados en embarcarse en la aventura imposible de un golpe de Estado a la antigua usanza, con tanques en las calles. Es más probable que negocien con el próximo gobierno las condiciones para mantener algunos de los privilegios que han acumulado bajo Bolsonaro.
La opción de Lula da Silva, al menos por el momento, es evitar la polarización ideológica y recordar, en cambio, los buenos tiempos durante su gobierno, cuando la economía crecía, Brasil era respetado en todo el mundo e incluso los pobres podían permitirse comer lomo y picaña los domingos (una de las metáforas favoritas del ex-mandatario). Para resolver los problemas de Brasil, le gusta repetir en sus discursos, habría que «poner a los pobres en el presupuesto del gobierno y a los ricos en la declaración de impuestos». Al igual que en 2002 –cuando fue elegido presidente por primera vez, al despojarse de la imagen de radicalidad que lo había perjudicado en las tres elecciones anteriores–, el ex-sindicalista intenta ahora construir el mayor número posible de alianzas y volver a conectar con los sectores políticos y económicos que contribuyeron a su encarcelamiento y al golpe parlamentario contra Rousseff.
En noviembre de 2021, fuentes cercanas al líder del pt comenzaron a hacer circular la noticia de la posible elección del ex-gobernador del estado de San Pablo, Geraldo Alckmin, como candidato a vicepresidente. Alckmin fue uno de los principales cuadros dirigentes del psdb de Cardoso y fue derrotado en las elecciones presidenciales de 2006 y 2018. A mediados de diciembre, Alckmin anunció que dejaba su partido, lo que facilitaría su presencia en la fórmula con Lula da Silva. Unos días después, aparecieron juntos en un evento público de juristas e intercambiaron elogios de manera pública. Alckmin es un político neoliberal en temas económicos, vinculado al Opus Dei, conservador en relación con los derechos individuales y un histórico adversario del pt. Su inclusión en el binomio sería una clara señal de distensión destinada a las elites del país, pero no responde a una pregunta clave: si la política de conciliación permanente seguida por los gobiernos de Lula da Silva y (en medida menor) Rousseff terminó en una condena de cárcel y un impeachment, respectivamente, ¿por qué el resultado sería diferente esta vez?
La posible elección de Alckmin como candidato a vicepresidente ya causó sorpresa en muchos militantes del pt, pero nadie duda de que, si el ex-presidente se decide realmente en esta dirección, no tendrá ninguna dificultad en imponerlo. Tras las debacles de 2016 y 2018, no hubo un debate interno honesto en el partido, y mucho menos una autocrítica sobre la experiencia gubernamental. En una entrevista en octubre de 2021, la presidenta del pt, Gleisi Hoffmann, descartó la idea: «Un partido político no hace autocrítica. Hace una evaluación política y se corrige a sí mismo. No hay necesidad de externalizar. Hace lo que hay que hacer». La elección del candidato a vicepresidente de Lula da Silva no es una simple cuestión táctica. Si es elegido, Lula iniciará su nuevo gobierno el 1o de enero de 2023, a la edad de 77 años; es difícil imaginarlo presentándose de nuevo en 2026. Y en el pt no hay herederos naturales. Los cuadros fundadores del partido aún vivos están todos fuera de juego. Entre la nueva generación, las mejores esperanzas de la izquierda están en otros partidos, como Guilherme Boulos del Partido Socialismo y Libertad (psol, nacido de una escisión del pt) y Manuela d’Ávila del Partido Comunista de Brasil (pcdb). Fernando Haddad es relativamente joven (tiene 58 años) y bastante conservador en materia económica, pero su destino político dependerá del resultado de su probable candidatura a gobernador o senador por San Pablo, el estado más próspero y políticamente más influyente del país. Si es elegido, podría ser un fuerte candidato presidencial. Pero es una partida de ajedrez con demasiados movimientos anticipados. Es difícil imaginar que un político de larga trayectoria como Alckmin renuncie a la oportunidad de intentar acceder a la Presidencia.
Mientras tanto, una vez recuperados sus derechos políticos, Lula da Silva ha vuelto con astucia a la escena internacional, en una gira planeada por su antiguo ministro de Relaciones Exteriores, Celso Amorim. En noviembre de 2021, fue recibido con los honores propios de un jefe de Estado en Bruselas, Berlín, Madrid y París. Lula entusiasmó a los estudiantes de la Universidad Sciences Po en París, así como a los miembros del Parlamento Europeo en Bruselas, con sus promesas de reconstruir Brasil, luchar contra el hambre y detener la destrucción de la Amazonia, pero evitó hacer un análisis más profundo sobre cómo curar las heridas causadas por Bolsonaro, o reducir el enorme déficit social de Brasil. «Puedo ayudar a los pobres del país. Puedo ayudarlos a trabajar, comer e ir a la universidad», resumió en una entrevista20. En otra ocasión, en su gira, enumeró las tres prioridades que, en su opinión, deberían formar parte de la agenda progresista en cualquier país: reducir la desigualdad, abordar la «cuestión climática» y crear empleo. No está claro cómo el veterano referente del progresismo brasileño planea transformar estas prioridades en políticas públicas, con qué recursos, ni quién pagaría la cuenta, ahora que el boom de las materias primas vendidas a China ya es solo un recuerdo. Y hasta ahora, evitó dar detalles de cómo planea hacer pagar impuestos a los ricos de Brasil con una posible reforma fiscal de gran alcance.