Corrupción en la obra pública argentina: una herida abierta que exige soluciones estructurales
La corrupción vinculada a la obra pública en Argentina representa una de las expresiones más persistentes y costosas de la crisis institucional que atraviesa el país. Aunque se trata de una problemática de larga data, las últimas dos décadas han dejado al descubierto esquemas de desvío de fondos públicos, sobreprecios, licitaciones direccionadas y redes de sobornos que no solo dañaron la economía estatal, sino que también erosionaron profundamente la confianza de la ciudadanía en sus instituciones.
Entre 2003 y 2015, durante los gobiernos kirchneristas, se registró una expansión notable de la inversión pública en infraestructura, impulsada por la intención de dinamizar la economía. Sin embargo, esa etapa también estuvo marcada por casos de corrupción de gran escala. El más paradigmático fue el del empresario Lázaro Báez, cuya firma Austral Construcciones recibió más de 51 contratos viales por montos superiores a los $46.000 millones. Diversas auditorías y peritajes judiciales revelaron que muchas de esas obras no fueron terminadas y que otras presentaban sobreprecios injustificables, con desvíos de hasta el 300%. La Justicia Federal concluyó que Báez fue beneficiado de manera sistemática por organismos públicos, bajo una lógica de favoritismo incompatible con los principios de transparencia y libre competencia.
La llamada “Causa de los Cuadernos”, que estalló en 2018, aportó aún más elementos sobre el funcionamiento estructural de la corrupción en el ámbito de la obra pública. En esa investigación se expuso un mecanismo de recaudación ilegal donde funcionarios cobraban sobornos a empresarios a cambio de contratos o pagos acelerados. La causa involucró a más de 170 imputados, entre exfuncionarios, ejecutivos de grandes constructoras y financistas. Lo más grave no fue la magnitud de los montos, sino la normalización de estas prácticas dentro del funcionamiento institucional.
Casos como el de Skanska (2005), donde se descubrió el uso de facturación falsa para el pago de coimas en la construcción de gasoductos, y el de Odebrecht, con ramificaciones regionales, completan un escenario preocupante. Según la Oficina Anticorrupción y datos del Banco Interamericano de Desarrollo, las prácticas corruptas en la contratación pública pueden representar pérdidas de entre el 5% y el 10% del PBI en América Latina. En el caso argentino, eso equivale a entre 20.000 y 40.000 millones de dólares anuales, considerando el tamaño actual de su economía.
Durante el gobierno de Alberto Fernández (2019–2023), si bien no se conocieron nuevos escándalos de gran escala vinculados directamente a la obra pública, distintos informes de la Auditoría General de la Nación y de organizaciones como CIPPEC y Poder Ciudadano advirtieron sobre falta de transparencia en los procesos licitatorios, subejecución presupuestaria en determinadas áreas y escasa implementación de herramientas de control preventivo. Además, varios programas de infraestructura fueron adjudicados a través de mecanismos poco competitivos, y hubo denuncias de direccionamiento en licitaciones provinciales financiadas con fondos nacionales. La continuidad de estructuras débiles en los sistemas de compras estatales y la falta de reformas concretas en materia de integridad impidieron un cambio sustancial en la forma de gestionar el gasto en infraestructura.
El impacto de la corrupción no es solo económico. La pérdida de confianza ciudadana, la parálisis de obras necesarias, la falta de competitividad en las licitaciones y el daño reputacional a largo plazo configuran un entorno donde la eficiencia del Estado queda completamente comprometida. Además, la concentración de contratos en pocas manos, bajo criterios políticos más que técnicos, impide que pymes y empresas independientes accedan a competir de forma transparente.
Frente a este panorama, es necesario ir más allá de las sanciones judiciales. Si bien la acción de la Justicia es fundamental para esclarecer responsabilidades, el verdadero desafío es prevenir que estos mecanismos se repitan. La implementación de herramientas de gestión técnica, que trasciendan los cambios de gobierno y se institucionalicen como política pública, se vuelve clave para construir un nuevo modelo de administración estatal.
Una de esas herramientas es la Norma ISO 37001, un estándar internacional diseñado para establecer sistemas de gestión antisoborno. Esta norma no se limita a declaraciones éticas o compromisos simbólicos, sino que propone procedimientos concretos para identificar riesgos de corrupción, definir políticas internas de integridad, establecer controles financieros y operativos, y monitorear el cumplimiento en todos los niveles de una organización, ya sea pública o privada.
Su aplicación en organismos del Estado permitiría fortalecer áreas sensibles como obras públicas, compras, contrataciones y servicios descentralizados. Entre sus ejes principales se encuentran la creación de canales de denuncia protegidos, la capacitación obligatoria del personal, la evaluación periódica de los riesgos de soborno y el compromiso formal de la alta dirección. Además, su estructura flexible permite adaptarla a diferentes contextos organizacionales, sin perder robustez ni estándares internacionales.
La adopción de esta norma, ya implementada en instituciones públicas de países como Colombia, Perú, México y Chile, también es recomendada por organismos multilaterales como la OCDE y el Banco Mundial para proyectos que reciben financiamiento internacional. No se trata de una herramienta partidaria ni de una moda administrativa: es un marco técnico validado y reconocido globalmente para enfrentar un problema que tiene raíces profundas.
En un contexto donde el reclamo ciudadano por transparencia es cada vez más fuerte y donde los recursos públicos son escasos, avanzar hacia la certificación de procesos clave mediante la norma ISO 37001 puede marcar un cambio real. No eliminará por completo los riesgos, pero permitirá que existan sistemas claros para prevenir, detectar y sancionar con más eficacia.
En definitiva, la Argentina no necesita más promesas de honestidad, sino estructuras que obliguen a todos los actores —gobiernos, funcionarios y empresas— a comportarse de manera ética y controlada. La ISO 37001 representa una oportunidad concreta para que la gestión pública deje de depender de la buena voluntad de quienes gobiernan y pase a depender de sistemas objetivos que aseguren transparencia, trazabilidad y legalidad, gobierne quien gobierne.
Columna escrita por Fernando Arrieta, Director Regional de G-Certi Global Certification.